La gloria del Imperio español en
brazos de los condenados por la Justicia
Junto a la
función militar, las galeras desempeñaron un papel fundamental dentro de la
historia penitenciaria española. Esta pena tuvo su origen, en el intento de
suministrar remeros forzosos para paliar
la disminución de buenas boyas o remeros voluntarios. Así, el 31 de enero
de 1530 se facultó a las justicias para conmutar penas corporales por la del
servicio al remo y sin sueldo. Esta prioridad para procurar el armamento humano
de las galeras, produjo numerosos recordatorios y recomendaciones para el
incremento de las condenas y el aumento de nuevas causas susceptibles para que
las justicias pudieran sentenciar al remo. Casi al mismo tiempo, y con la intención de agilizar todo lo
concerniente a la administración de la Armada y a la política naval de defensa,
se creó en 1550 la Junta de Galeras para el Mediterráneo, bajo la
presidencia del comisario general de la cruzada. En cuanto a la Junta de
Galeras del Atlántico, fundada en 1594, estuvo a cargo del presidente del
Consejo Real.
Muchas y muy variadas fueron las justicias que
tuvieron en su mano los destinos de los hombres a quienes condenaron: alcaldes
de Casa y Corte de Madrid, corregidores, alcaldes mayores, adelantados, jueces
de rentas de tabaco, inquisidores, auditores de las mismas galeras, alcaldes
del crimen de las chancillerías y demás jueces, compusieron un amplio abanico
de tribunales capacitados para proporcionar mano de obra barata a las galeras
reales.
Aproximadamente, los dos tercios del total de
forzados rematados a galeras lo fueron por las audiencias y chancillerías, una proporción que
contrastó con el 12 % de los forzados sentenciados por las justicias locales.
Esta abrumadora diferencia se debió fundamentalmente al hecho de que casi todos
los que eran condenados en primera instancia recurrían su sentencia. En
consecuencia, se suspendía el envío de los reos a sus destinos, para que las
audiencias competentes por jurisdicción pudieran entender las causas apeladas,
que en caso de confirmarse la culpabilidad, se condenaba en revista,
ratificando o variando las penas impuestas.
La práctica de la apelación estuvo ampliamente
arraigada en el sistema penal español, debido sobre todo al hecho de que sólo los
reos con sentencia firme podían encaminarse a sus destinos, ya fueran galeras,
presidios o minas de Almadén. Así, el
reo que ejercía este derecho, podía dilatar en el tiempo su envío y mantener
una leve esperanza, bien para obtener su libertad o una condena más
favorable, bien para aprovechar una oportunidad para emprender la fuga y evitar
de esta forma una suerte tan incierta.
Sin
embargo, no siempre se cumplió la premisa de enviar forzados a galeras con
sentencia firme, pues algunos tribunales estuvieron empeñados en remitir a toda
costa a aquellos que habían condenado a galeras, a pesar de estar aun
siguiéndose sus apelaciones. Una argucia bastante frecuente consistió en enviar
reos en calidad de “depósito” en tanto los tribunales acababan de dictar
sentencia firme. Esta práctica motivó se dispusiera en diciembre de 1671 que no
se excusara “semejantes depósitos, por ser contra todo derecho”.
Respecto
a las cortes marciales, éstas fueron
reflejo de la sociedad estamental de la época. Basadas en el fuero militar,
existieron diferentes jurisdicciones particulares para los diferentes grados, cuerpos
o situaciones concretas. La tropa quedó
sujeta a los consejos de guerra ordinarios de cada regimiento, si bien, sus
sentencias podían ser recurridas o consultadas por el supremo Consejo de
Guerra, e incluso, en última instancia por el mismo monarca. Una vez la
sentencia se hacía definitiva, el tiempo comenzaba a correr para empezar a
consumir la condena, por lo que muchos encausados desistían de recurrirla.
Los diferentes tribunales de la Inquisición
representaron un pequeño sector entre las condenas a galeras, incluso por debajo
del volumen de causas instruidas en épocas anteriores. Tomando el período
comprendido entre los años de 1732 y 1743, detectamos de entre un total de mil
forzados, tan sólo 44 sentencias a galeras dictadas por diferentes tribunales
inquisitoriales de la península e Indias, en muchos casos sin especificar la
causa en los testimonios correspondientes. Entre
los delitos declarados destacan especialmente los de bigamia y blasfemia, así
como los de superstición, herejía o practicar una religión diferente a la
católica. A menudo, en las sentencias se estipulaba que tras el entero
cumplimiento del servicio de galeras, los sentenciados debían ser remitidos a
la cárcel de penitencia de la Inquisición más próxima para culminar su condena.
Otras veces, se creaba cierta confusión cuando en la condena se expresaba el
servicio de galeras por “cárcel irremisible”, algo que hubo de aclararse a
principios del siglo XVIII, al dictaminarse que esta expresión se debía
entender como sentencia a diez años de galeras.
En
algunas ocasiones, la Inquisición se mostró partidaria de dispensar a algunos
forzados parte del tiempo de su condena, una práctica a la que pusieron
objeciones los administradores de galeras por ser reacios a todo tipo de
innovación que alterara la práctica común de siglos, dado que el régimen de las
galeras estaba basado en la tradición, a partir de una serie de normas dispuestas
por los diferentes capitanes generales de galeras que se fueron sucediendo, así
como por determinadas disposiciones regias. Este sistema tan conservador se
rompía ante cualquier novedad, pues sentaba precedente y pasaba a tomar carta
de naturaleza para ser aplicada a partir de entonces.
También en las propias galeras existió la
facultad de sentenciar a ellas. El encargado de dictarlas recaía en el
auditor, así como los capitanes de galera y el general de la escuadra. Son frecuentes las condenas para reponer
los esclavos fugados, por otros de igual calidad o, en su defecto, mediante el
pago de su valor en el mercado. También fueron sentenciados a galeras
algunos de los soldados que custodiaban a la chusma. El lugar de los fugados
pasaba a ser ocupado por éstos.
La mayor parte de los
forzados a quienes se les recargó un tiempo extra, lo fueron a causa de la fuga
de un esclavo o forzado inmediato a su posición en el banco, o bien por venta del
vestuario que se les entregaba por el mes de noviembre. En el primer supuesto, la
condena varió en función de las piezas vendidas, normalmente seis meses por
cada una, hasta alcanzar un máximo de dos años. En cuanto a las fugas, lo habitual fue sentenciar tanto al forzado
que lo intentaba, como al que se encontraba inmediato a él, estrategia que
buscó la delación y la voz de alarma, pero que apenas dio resultado debido
a la existencia de una especie de pacto de silencio entre los componentes de la
chusma, ya que a pesar de la recarga a su condena, casi todos los galeotes
sellaron su boca, cuando en silencio, uno de ellos, una vez limados sus
hierros, se escurría sobre sus mismos compañeros de banco para dirigirse a la
borda de la galera y dejarse caer sigilosamente en el agua sin alertar a los centinelas.
La vida de un chivato entre un ambiente completamente hostil debía ser bastante
comprometida entre tantos aspirantes a la fuga, aún más cuando aparentemente el
soplón no conseguía más ventaja que evitar una nueva condena, ya que no mejoraba
su ración alimenticia. Lo más probable, si es que se les recompensaba de alguna
forma, es que estos delatores fueran relevados del trabajo de los remos para
ser destinados como ayudantes de confianza de los alguaciles.
Vía| MARTÍNEZ MARTÍNEZ, Manuel. Los forzados de Marina en la España del siglo XVIII (1700-1775),
pp. 24-27.
Imagen: http://adonay55.blogspot.com.es/
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